
Hoy la señora de la limpieza me ha preguntado que a qué me dedico. Y la verdad es que no he sabido contestar con exactitud, excepto, tal vez, un par de incongruencias bien colocadas, adornadas de un par de "nadismos", frases hechas y demás chorradas que he ido proyectando contra sus orejas con la misma habilidad que un neurocirujano ebrio. "Yo... hago anuncios". "Ah, propaganda", ha respondido pronta. "Sssi, más o menos. Bueno, yo hago marketing directo". "Ahhm". "Si, le explico, no son anuncios propiamente dichos, sino mailings". "Ya". "Cosas que te llegan a casa, y te explican las bondades de tal o cual producto". "Ahá".
Ha estado un rato pensativa. Tanto, que por un momento me he sentido incómodo, acostumbrado tal vez a llenar con huecas palabras el otrora ansiado silencio. Tras ese rato (en el que ha aprovechado para pasar la aspiradora), me ha explicado la buena mujer que a ella le llegan a casa
meilins de esos, y que ya le gustaría, ya, poder comprar esas cosas tan bonitas que anuncio, para ayudarme en mi trabajo. Luego me ha contado que a pesar de sus esfuerzos no llega a fin de mes y que son demasiados
meilins los que le llegan a casa, con sus correspondientes facturas. Que ella es una trabajadora, que trabaja para pagar esas cosas que llegan a casa y le hablan de tu en las cartas (sin conocerla ni tener más datos de ella que, en principio, su apellido), y que así yo puedo seguir haciéndolas porque le complacen mucho. Luego me ha terminado de explicar que en una economía de libre mercado los trabajadores (o demandantes), adquieren los bienes de consumo de las empresas (oferentes), pero que si, como es su caso, su renta per cápita anual es menor de la media nacional, ella opta por derivar su consumo hacia productos de menor calidad o "mal llamadas marcas blancas", y me ha acusado de ser punta de lanza del capitalismo mientras agitaba su fregona en el aire. Decía que impresentables como yo son los que hacen que la gente compre cosas que no necesita, a base de packagings atractivos que presentan los productos de forma idealizada y por tanto irreal, generando en el consumidor (ella o en todo caso sus hijos), cierta decepción a la hora de adquirir el bien en cuestión. Lo cual les llevaba, indefectiblemente, a volver a pujar en el libre mercado por obtener otro producto nuevo para resarcirse del mal sabor de boca provocado por una excesiva expectación. Ha terminado corrigiéndome. Puesto que mientras limpiaba el polvo a mi teclado ha reconocido que, si bien el marketing surgió como solución a un exceso de producción en la era post-industrial, "su madre no parió una idiota", y sabia a ciencia cierta que el marketing hoy día creaba la necesidad antes de fabricar el producto, generalmente no necesitado, con el único fin de elevar los beneficios de las empresas y las cuentas corrientes de sus respectivos directivos. Pero que la perdonara, porque ella de todo esto no tiene ni idea, puesto que es una humilde trabajadora.
Mi director general se hallaba cerca en ese momento, escuchando la conversación. Y tras pedirle que le vaciara la papelera, solicitó a Recursos humanos un puesto ejecutivo para la mujer, porque, según me confesaría después en la fiesta de navidad de la empresa, "estas son de las listas, de las que uno debe tener en su equipo". Yo no le hice mucho caso entonces, porque no quería que me soltara la chapa y porque además llevaba la corbata anudada a la frente como protesta porque cerraran los bares demasiado pronto.
Pero estos días he pensado que tal vez la que ahora es mi jefa tenga razón. Puede que yo sea un ser vil, una mierda infrahumana que se dedica a llenar el vacío existencial de la gente con humo. Un humo negro proveniente de la maquinaria capitalista a pleno rendimiento. Algo apesadumbrado he apagado el ordenador y como otros días he cogido el metro, repleto de esa gente a la que a diario bombardeo con logotipos y modelos, con eslóganes y citas, con bondades que no existen y promesas incumplidas. Así que con el ánimo de que no me vieran, que no descubrieran que en realidad soy un fraude, he tratado de no mirarles a los ojos.
Por pura vergüenza.